martes, 27 de septiembre de 2011

Teorías sobre la relatividad

Los dedos que sujetan las tijeras son largos y finos. Dedos que pertenecen a manos delgadas y firmes. Manos que deciden cortar los mechones que sobran en esa cabeza de pelo negro. Con cada clic de tijera el cabello va cayendo al suelo. La caída es silenciosa, pero tan rápida como la de una piedra. Cosas de la Gravedad.

La dueña de la cabeza no tiene espejo. Tampoco la de las manos que empuñan las tijeras. Las dos usan para ver el efecto los ojos de una tercera mujer que mira la escena. Está sentada en una silla fuera de plano, pero asiente con gestos de aprobación al cambio de look. Así que la de las tijeras y la del pelo confían en que todo va bien.

Parece un plan perfecto para una noche perfecta de sábado en la playa: tres colegas bebiendo cerveza, veintidós grados, algo de brisa, el mar a la vuelta de la esquina y la velocidad de la luz golpeando directamente tijeras y cabellera.

Es septiembre y faltan tres días para que termine el verano. Con un día de sol como el que ha amanecido la noche de la fotografía no es fácil tener cuerpo de otoño. A una le dan ganas de que la teoría de la relatividad se vaya al carajo y que alguien invente ya la máquina del tiempo. Para volver al último junio. O para saltarte el invierno y llegar al siguiente junio, que lo mismo da si el sol calienta.

A veces, cuando en una noche de septiembre tienes cuerpo de verano, te pueden pasar cosas mucho más alucinantes que viajar en el espacio tiempo. Hay que estar muy atenta, pero si mantienes la concentración cuando te cortan el pelo a media noche mientras los gatos deambulan por los tejados, puedes escuchar cómo se marchan los malos espíritus con cada mechón de pelo que cae. Aunque lo cierto es que ninguna de las tres mujeres que protagonizan el exorcismo capilar de la fotografía cree en los malos espíritus.

Estaría dispuesta a asegurar que conocen la teoría de las once dimensiones que hay en el universo antes que dudar de que no son dueñas de sus vidas.
Cosas de la amistad.


sábado, 27 de agosto de 2011

Si tienes el alma cogida con pinzas es normal que un sábado por la noche te lances a la calle con la intención de que la sábana que cuelga no se caiga. En situación tan delicada es imprescindible que te agarres a un buen brazo, un brazo fuerte, del que no tengas ninguna duda de que tiene biceps y tríceps para sostenerte si tropiezas. Hay brazos que no son dignos de agarrar en momentos de "no sé por dónde me da el aire". Los días buenos, esos días en los que luce el sol y te comerías el mundo, los brazos dan igual. Le dices que sí a cualquiera que te tienda un codo hueco para meter el brazo.
Pero hoy es noche de alto riesgo y me ha sido dado el antebrazo de mi amigo Pedro para pasear por la ciudad. Y el brazo de Pedro, como el de Danielle Auteil en "La chica del puente", me lleva hasta donde yo puedo ver esta noche. Veo primero una hamburguesa "Aretha Franklin" en el Peggi Sue; veo una cerveza en el Madrid, veo cómo la noche toma posiciones en los ojos de mis amigos; veo a un amigo llegado de Brasil; veo a otro gran amigo enamorado de la Cuba Libre; veo los ojos de un amigo de Marruecos que hoy tiene que trabajar. Y veo todo eso y me voy a casa. A contarle a la gente que, a veces, merece la pena tener el alma colgada de una pinza.