lunes, 31 de diciembre de 2012

A veces, a veces ocurre

A veces te miras en la pared de casa y te reconoces colgada de ella. Cuelgas del cuello, o de la tráquea, que nunca se sabe. Pero no te sientes ahorcada.
A veces intentas dormir y las imágenes que hay en el gotelé te recuerdan que alguna vez el gotelé fue la moda de las casas modernas. Eso fue después de aquel incendio que arrasó toda la casa, excepto tu habitación. Por eso sigue colgando de ella, de tu habitación, que se salvó, una imagen que te recuerda quién eres.
Y hoy, que no tienes mucho tiempo, porque hay gente en tu salón a la espera de que suenen las campanadas de Sol, hoy te sientes tan feliz que esa sonrisa, que se empeña en sonreírte cada vez que te acuestas, es la misma sonrisa que te produce toda esta gente que está en tu salón.
Esta gente es con la que quieres morir, si es que hay que morir. De momento, vivís todos esta última noche de este último año que os ha tocado vivir.
¿Sabría el payaso que esa sonrisa suya del 72 sería la misma que llevarías hoy puesta al final del 12?
A veces, cuando menos te lo esperas, recuerdas quién eres.


viernes, 7 de diciembre de 2012

Camino a casa

Cuando estás a punto de llegar a casa los semáforos tienden a ponerse en rojo. El fenómeno carece de explicación científica, pero parece una ley universal si consideras la cantidad de semáforos en rojo que se han cruzado en tu camino antes de llegar a casa: diez de diez.
También han intentado cruzarse en tu camino coches de todas las marcas posibles: coches de gran cilindrada, coches de importación, coches de fabricación nacional, coches que no son coches pero lo parecen; coches vacíos que circulan sin conductor, y coches llenos de coches de juguete que llevan los niños que sueñan con llegar a casa, después de un día de compras, con padres que saben conducir coches, pero no sus vidas.
Sales del Son con la intención de llegar a casa en un coche al que no le convienen los atascos, porque no lleva aceite. A ti tampoco te convienen los atascos. Has llegado a la ciudad con el jet lag propio de los viajes largos y no sabes si es de día o de noche, por más que se empeñe la oscuridad en recordarte que el sol se puso hace un buen rato. 
Vienes de Australia y te encuentras con que las calles andan ya vestidas de luces de colores. 
Te pones tan contenta al verlas que pareces, tú también, una calle iluminada. 
Pero tienes frío. No llevas la ropa adecuada para un mes de diciembre frío como el infierno. 
Y ni siquiera ha llegado el invierno. 
Camino a casa piensas en coches, en luces de navidad y en cómo sacar el equipaje del maletero lo antes posible para no congelarte las manos. Hoy no piensas en hombres que te ayuden a descargar los bultos. O tal vez piensas en todos los hombres a los que amaste y eso te da fuerzas para sacar las maletas. 
Pero hoy no te apetece un carajo amar.

No te convienen los atascos, tía, eso lo tengo claro. Te da por volverte salvaje cuando hay atascos. Te da también por aparcar en doble fila si no hay sitio al llegar a casa; te da por abrir la puerta, abrazar al gato y dejarle que se escape escaleras arriba (porque sabes que todo el mundo tiene derecho a su vida privada); te da por abrir una lata, liarte un cigarrillo de esos y pensar en los lugares por los que has echado el cuerpo a lo largo de tu vida; te da por quitarte la ropa. Toda la ropa. Y por dejarte caer como un reloj de Dalí por los sofás; y por quererte un rato, que para eso dejé los montes y me vine al mar

lunes, 12 de noviembre de 2012

Una retahíla de ti

Cada día me parezco más a ti. No me doy cuenta durante el día, pero cuando llega la noche y me quedo sola -esos escasos días en los que me quedo sola-, me miro en la pantalla del ordenador y me veo igual que tú.
Idéntica.
Me pregunto por qué nos parecemos tanto. Por qué, en secreto, pienso con tus palabras, hago tus gestos y todo me importa un carajo.
Me parezco a ti en privado y no sé si eso me gusta.
Soy de las que prefiere pensar que conmigo rompieron el molde.
Y sin embargo, cuando llegan estas noches en las que el otoño no es más que una retahíla de hojas que caen al suelo, se me ocurre que no está mal haberte conocido cuando tenías pecas en la cara, ahora, que se te están borrando de tanto proyectarte en la pantalla.
Y me pregunto qué habrá sido de ti. Por dónde andarás ahora que en el norte sopla el frío y en el sur no. No sé si sigues yendo a tu bola, como solías, porque las fotografías que llegan de ti no son de fiar. Cualquiera las puede interpretar y acertará.
Cada día me parezco más a ti y, lo curioso del caso, es que tú solo sabes de quién hablo

lunes, 29 de octubre de 2012

Las matemáticas no mienten

Un hombre salta por la ventana minutos antes de que llegue la policía judicial. Hasta ahí, todo normal. Te van a desahuciar, pierdes los nervios y saltas. Parece lógico. Pero si el hombre hubiera esperado, sólo unos minutos, habría sabido que sus plegarias habían sido atendidas y que tenía un mes más para llorar por ellas y, por supuesto, para pensarse mejor lo del suicidio. Que si lo había decidido, que tranquilo, que nadie le cuestionaba, pero que ver su propio naufragio sin moverse del sofá de casa era, sin duda, una opción más cómoda y razonable.

Unas horas antes, al otro lado del Estrecho de Gibraltar, sesenta y ocho hombres y mujeres se lanzan al mar en una neumática en la que sólo caben diez. Llevan seis meses cruzando un continente, que es todo negro, blanco y verde, a pie. Un total de ciento ochenta días, de los cuales, aproximadamente, el diez por ciento, se utiliza para curarse los pies sobre los que se camina. Treinta y seis horas a la deriva después de un embarque imposible, sólo quedan dieciocho. Las cuentas salen: catorce cuerpos rescatados y, el resto, hasta cincuenta, comida para los peces.

Casi al mismo tiempo, desde un garaje oscuro de Kabul, unos tipos salen en coche con aspecto de darse un paseo. Veinte minutos después, hacen estallar una bomba en medio de una calle concurrida. Al día siguiente, entierran a cuarenta afganos en algún cementerio polvoriento.

La televisión va dando cuenta de los "sucesos" con una cadencia y un orden perfectos. Son cosas que suceden a  menudo. A mayor número de muertos por "suceso", menor número de directos.

Joder, tía, las matemáticas no mienten. Te salen noventa muertos y un hombre en estado crítico en sólo doce horas por negligencias del sistema. No está mal, piensas, si lo comparas con lo que fueron las invasiones bárbaras. Sabes que hubo tiempos peores.

Que el mundo mejora, está claro. Pero yo te pediría que, o calculas con exactitud el impulso y los kilómetros que te separan de esa luna llena del sur, o te des la vuelta y haces algo por lo que merezca la pena morir.










jueves, 25 de octubre de 2012

Ándale

No viene a cuento contar de dónde vienes esta noche.
No traes souvenirs para tu gente.
Apenas pudiste fotografiar un sombrero mexicano para demostrar que estuviste allí.
Y ni siquiera sabes si el vuelo hizo un trayecto directo o si paró en San Petersburgo.
El tequila, a veces, se parece al vodka. No por su color o su sabor, sino por cómo olvidas el lugar desde el que vuelves.
Tú sabes de qué hablas.
Los aviones, como las ciudades que te acogen, son tan leves como las mariposas. Se aparean, crían gusanos en capullos, acontecen y, al final, vuelan mariposas.
Y acontece que el cielo por el que volaste te lleva de nuevo a Madrid, ese útero extraño que te protege y saca mariachis a la calle sólo porque un amigo (y su amigo) decide sacar mariachis a la calle.
En una noche más mojada que un arca que espera cumplir los caprichos de dios, tus amigos deciden ofrecer una fiesta a mayor gloria del tequila y la alegría. Brindamos todos  porque la crisis no nos inunde.
Y llamamos a la crisis Maricarmen, por aquello de quitarle hierro.
No nos afecta, no nos destruye, no nos aleja de México, el lugar en el que ahora, que llega la madrugada, querríamos estar, si este avión no hubiera parado en San Petersburgo.

domingo, 21 de octubre de 2012

Hoy sólo quiero maullar

-Qué miras- te digo, pero tú no contestas.-Sabes hablar humano, no te hagas ahora el loco.
Enciendo un cigarrillo, por ver si te avienes a charlar un rato. Pero tú no eres de los que cambia de opinión sólo porque yo ande necesitada de un poco de conversación. Tú vas a lo tuyo.
- Vaya, estás de que no. Te entiendo. A veces, yo tampoco quiero maullar cuando estoy cerca de ti. Me gusta que tengamos nuestro espacio, aunque vivamos juntos.
- Gracias -dices, y vuelves a mirar por la ventana, como si ahí afuera hubiera algo realmente interesante-. De ti me gusta que me dejes tranquilo cuando quiero estar tranquilo.
Eso lo dices sin mirarme y sin vocalizar, como haces casi siempre que quieres estar tranquilo. Bendita indolencia gatuna.
Aburrida como estoy, busco con mis ojos lo que los tuyos observan en el pequeño horizonte de ciudad que podemos ver cuando no queremos salir de casa. Aparte de una mosca que morirá en breve si esa paloma no deja de mirarla pronto, no veo nada interesante. Pero es que yo tampoco tengo nada interesante que mirar ahora. Me quedo en silencio durante unos minutos, imaginando lo que tu cabeza imagina. Al rato, en el tercer pitillo de silencio, yo también miro a lo lejos, como si estuviera enferma de melancolía. Porque, para serte sincera, tienes una pinta de gato melancólico que me acongoja. No sé si quieres saltar o recuerdas cuando solías saltar y te largabas por los tejados. No sé si hago bien en ponerme en tu lugar y calzarme esos zapatos en los que, a veces, metes tu pequeña cabeza para dormir.
No tengo por costumbre dormir con los zapatos por almohada, pero te aseguro que quiero entenderte. Quiero que, cuando termine tu momento privado, respetes el mío. Ese que busco con renovada rebeldía cada vez que el amor pasa cerca. Porque yo también estaré sentada sobre mis cuartos traseros, mirando por la ventana cómo los pájaros cazan moscas, cuando vuelva a enamorarme y quiera recordar la libertad que perdí. O la que todavía no ha llegado. Eso que tú y yo llamamos melancolía del futuro.
-Tranquila -me dices-. Mañana no se me ocurrirá molestarte.
Luego ronroneas, y me parece que sonríes después de guiñarme un ojo.
Y eso que yo, como todo el mundo, sé que los gatos no saben guiñar los ojos.

martes, 16 de octubre de 2012

Habrá que encender el fuego

Un gato que se precie no deja nunca una botella de agua sin empujar con el hocico, sólo por el placer de ver cómo el agua se derrama. Puedes echarle la bronca mil veces, que él seguirá tirándola. Tú ya no te enfadas. Te limitas a levantarte, coger la fregona y deslizar el mocho por el suelo con aire distraído.
Así te crees que no le das importancia al asunto.
Tener un gato viviendo en casa enseña mucho. Por ejemplo, si el gato tiene ganas de dormir, no para de perseguirte hasta que te doblega en el sofá y logra apoyar su espalda en ese regazo tuyo que da tanto calor en posición embrionaria. Luego, cuando estás en el mejor de los sueños, te despierta, ronronea y no para hasta que la acaricias la cabeza. Tampoco importa si salta sobre tu comida, maúlla hasta el quejido porque quiere salir a la calle, o si decide volcar la maceta por quinta vez en el día. Sabes que el rosal no brotará, pero te importa un carajo.
Yo diría que, o tienes manga ancha o vivir con un gato te vuelve tolerante.
Equipara "tolerante" con "idiota" y te verás a ti misma. Verás al país entero convivir con gatos que se le suben a la chepa. Verás el mundo derrumbarse y tú pensarás que te enamoras sin moverte de la silla. Verás a la agencia Moody´s rebajarte la calificación como ciudadana. Ya no serás triple A en los próximos 10 años. Ni tú, ni la generación que te suceda. Verás, como dice Pedro, que ya no hay noticias como las conocimos, ni críticos que nos impulsen a pensar. Que tienen más importancia cuatro chinos que le roban al fisco unos millones que la huelga de educación; más valor un premio Nobel de la Paz a una Unión que ahoga, más que une, que un Nobel de Fisica a dos tipos que se dejan los ojos aislando un átomo que explique el universo cuántico. Y lo que es aún peor, tendrás la terrible duda de que en lo que llevamos de siglo todavía no hemos visto una obra maestra en el cine.

Normalmente, vivir con un gato te volverá indolente y, si dormitas en un mundo de idiotas, puede que no quieras levantarte del sillón. Pero también te otorgará el don de la curiosidad y comenzarás a empujar la botella con el pie, por ver el agua correr. En el tercer intento con éxito andarás aburrida y querrás saber más del agua y del cristal. Tu cerebro es más grande que el de un gato y pronto recordarás que el cristal muere siendo arena y el agua vapor. A tí, probablemente, la muerte te transforme en abono de rosal. Pero mientras llega ese momento preferirás ser Alicia antes que el hombre de hojalata. Entonces, cuando veas que un tipo se tira desde la estratosfera y que cien subsaharianos cruzar la verja de Melilla, te darás cuenta de que los héroes existen.
Luego, te levantarás del sofá que te mantiene inerte, te ajustarás bien el paracaídas y saltarás a la calle a luchar por lo que es tuyo.
Porque sabes que a este invierno, que se prevé seco y frío, le hará falta un buen fuego que te permita encontrar el camino de vuelta a casa.
Si es que la tienes.

lunes, 24 de septiembre de 2012

Cuando el viento sopla


Andas autista estos días, como el oso cavernario.
Cada otoño, por estas fechas, notas que el viento se apodera de ti.
Y, sin embargo, hoy te sientes como el árbol de la fotografía, al que querrías convertir en la vela mayor de un barco cualquiera que navega.
Pero te duele la columna vertebral, las muelas se han alzado en rebelión y los pies piden a gritos un baño de agua fría.
Será por resistirte al viento, piensas, y por apretar los dientes para defenderte del huracán, y por sentir los tobillos anclados en tierra del color del plomo.
Será por eso, te dices, como si tú fueras inocente.
Pero, si te dices la verdad, sabes que lo peor para la lumbalgia es dormir la siesta en un sofá de tres al cuarto; que a los dientes los destroza masticar demasiado fuerte la carne guisada de tu madre y que caminar durante horas subida a tacones de diez centímetros es fatal para los tobillos. Como si diez centímetros te fueran a dar una visión general de por dónde te da el aire.
Tardarás unos días en darte cuenta de tus errores, pero cada año, por estas fechas, al final te dejarás llevar por el viento.
Y volarás.
Por costumbre.
Y lo harás sola.
Por decisión propia.

viernes, 14 de septiembre de 2012

De monos que cuelgan de loros

Supe que de algún lejano rincón de la galaxia tu amor volvería de nuevo a darme las gracias.
Lo dice Drexler, en "Todo se transforma".
Será cierto, piensas, mientras escuchas, feliz, los ruidos de la noche, que aquí, al contrario que en el resto de la ciudad, son leves y suaves.
En este barrio no hay chinos a los que bajar a por una lata. De hecho, desde aquí no hay lugares a los que bajar. Sales por la puerta y ya estás en la calle, aunque la calle esté vacía y no parezca ni calle ni nada.
Pero aquí dentro ocurren cosas importantes. Puede ocurrir, sucede, que tus ojos vean cosas que antes no veían. Ves un loro que cuelga del techo de la madera del techo de una habitación que está lejos. Y de él cuelga un mono, que no sabe en qué momento se quedó colgando de un loro.
El mono se parece a ti. Tiene cara de bobo.
Y tú andas boba estos días. Como un mono colgado de un loro que se agarra al techo de madera de una habitación lejana desde la que se veía la Cruz del sur.
Por las noches veo muertos, ríes, al ver visiones que hace años que no veías.
Y te das cuenta de que aquellos años en los que diste tanto amor como para colgarte de un loro, vuelven ahora, a las puertas de este otoño, que se presenta caliente.

Darías lo que fuera por sentir lo que sentiste en aquella habitación de Ubatuba, pero sabes que nada se pierde. Así que estás tranquila. Sabes que todo vuelve cuando va primero.
Decides irte a dormir.
Mañana hay manifestación.
Será mejor que estés fresca para escuchar a la gente gritar.
Tú no gritas, pero la rabia te contagia.
Y estás convencida de que ese grito todo lo transforma.


lunes, 10 de septiembre de 2012

Estamos locos

Andas con la cabeza en otra parte, justo debajo del brazo. Tienes melancolía. Esa melancolía tranquila de lo que está por llegar.Miras por la ventana. Igual que tu gato mira pasar los coches que no pasan por esta calle. Levantas la vista al cielo, en busca de Venus, o de la Estación Espacial Internacional, que la gente las confunde, y te quedas colgada en alguna constelación que no distingues mientras piensas cómo irán las cosas en Marte.Te lías con los restos un cigarrillo que te ponga en órbita. Apenas quedan restos.La órbita será pequeña, piensas, pero suficiente para pasar la noche.

Buscas canciones entre spotify y youtube que se hayan escrito para el momento que vives. Y resulta que todas se han escrito para lo que sientes. Saltas de Sabina a una ranchera y de ahí a Bobby Blue Bland. Pasas por Zenet de nuevo, que es tu banda sonora del verano, le haces un homenaje a Elvis, a Janis Joplin a Radio Futura y te llegas hasta Fito, en su concierto del 2011. Y ahí te quedas, sin saber muy bien si fue la pereza de seguir buscando o el deseo de un poco de directo, que hoy el día parece más bien una transmisión en diferido.

Distraída, colocas la cabeza que llevas bajo el brazo delante de la pantalla. Mejor teclear a dos manos, te dices. Dudas entre buscar trabajo o leer la prensa vespertina. Como tu cabeza piensa una cosa y tu cuerpo otra, decide el historial del navegador y saltan las páginas de los periódicos.
Los abres distraída, como si languidecieras en cada clic.

Nada te interesa hoy. Merkel se largó de Madrid muy contenta con Rajoy. Rajoy se quedó contento consigo mismo. La bolsa se puso contenta porque el BCE dijo que comprará deuda española. Todo el mundo parece contento, pues. Los mismos de siempre. Otro paso seguro hacia el desastre.  Un verano de tedio, diría la gente.
Como dicen que la gente sabe lo que dice, te dices que estás equivocada, que este verano, que para ti está siendo el cielo, pues es un verano de mierda. Y se lo dices a todo el mundo, "vaya un verano de mierda". Es mejor disimular ante la gente, no vaya a ser que piensen que tienes una cuenta en Suiza, te han eximido de pagar impuestos y no irás a la cárcel por ello.

La gente habla también del calor de este verano. Como si el mundo se hubiera vuelto loco, dicen.
Pero tú hace tiempo que sabes lo loco que está el mundo. No tienes más que recordar que agosto empezó con un electricista que robó un códice que nadie entiende y terminó con una anciana que restauró a un dios con la carita devorada por el salitre. La anciana y el electricista se hicieron famosos. Como dios manda.

Y por el camino, se te quemó el país, te preguntaron si te gustaba viajar y el sexo y terminaron por mandarte a "tomar por el culo", que debe ser un lugar maravilloso, a juzgar por cómo sonríen mis amigos gays y los políticos que repitan la frase en el Congreso. ¿O dicen "que se jodan"? Lo mismo da.

Aquí no se puede abortar ni trabajar, te dices. En las taquillas de los cines recaudan impuestos en sesión doble, y en las peluquerías te cortan el pelo con la tijera en una mano y la pistola en otra. También han puesto seguridad en las puertas de los colegios, por si a algún homeless le da por asaltar a los niños al grito de el tupper o la vida.

Habrá que estar seria en este septiembre que ahoga al sol más rápido de lo que lo hizo agosto, pero no hoy. Habías quedado que hoy era noche privada para disfrutar de lo que vendrá. Tu cabeza te pide que vuelvas a tu spotify para seguir comprobando que todas las canciones de amor fueron escritas para ti. Y entre escuchas y recuerdos del futuro, te asalta la idea de hacerte un video porno. Por darle a él una alegría con tu cuerpo virtual.  Pero cuando estás a punto de colocarte el móvil entre las piernas, te sale un youtube que te recuerda que todas podemos ser Olvido Hormigos. Así que cierras el ordenador, coges la cabeza que hay frente a la pantalla, te la pones sobre los hombros y te vas a la cama, no vaya a ser que termines en los tribunales sin tener siquiera una cuenta en Suiza.

Y antes de dormir crees que la vida no es vida como tal, sino que, como dice tu amiga Gemma, se parece mucho a una película de Berlanga.


sábado, 18 de agosto de 2012

Madrid

En Madrid hace calor esta noche.
Mucho calor.
Tanto calor, que no sabemos dónde meternos los que todavía estamos vivos.
Madrid es hoy una Odisea.
Y un Fausto, también.
Madrid ahoga, pero no aprieta.
Madrid te deja ser, porque ella ya no quiere ser nada que tú no seas.
Madrid te aturde en invierno y te libera en verano.
Es una ciudad desnuda en verano.
Y te deja desnudarte, con ese aire de madrileña sin bragas que nadie consentiría en provincias.
Madrid es un carril atestado y ahora tres carriles desiertos.
Madrid es un cartel a la M-30 y dos a la M-40.
Madrid es ir a Coslada y encontrar un desvío a La Coruña.
Madrid es un lío y Madrid te lía.
Pero en Madrid no te pierdes.
Todos los caminos conducen a salir de ella.
Madrid cree que nadie quiere quedarse aquí
y por eso te invita a largarte en cada vuelta de la esquina.
Madrid se equivoca,
pero siente y palpita.
Madrid es generosa.
Madrid son amigos que te quieren salvar.
Y Madrid se llama Pedro y Jarry y Fernando,
A Madrid le buscaría yo un nombre propio. Pero no lo encuentro.
Porque a nadie pertenece y nadie le pertenecerá nunca.
A Madrid, si pasas por aquí, no le pongas nombre ninguno.
Porque nunca quiso denominarse.
Madrid abrasa.
Madrid besa.
Madrid te ama, como un dios evangélico que quiere curarte de tus adicciones, pero te dice dónde comprar las drogas que necesitas.
Madrid es una y mil estatuas.
Madrid te lleva de Neptuno al Thyssen y al Prado.
y te empuja de Cibeles al Retiro en un suspiro.
Madrid le dedica una estatua al diablo
y el diablo te abre la Puerta de Alcalá.
Esa es mi Madrid.
Cuando ya no puedes soportar tanta belleza, Madrid te deja que la conduzcas sin atascos.
Y eso es lo mismo que violarla.
Pero Madrid, violada,  permite que vivas bajo su piel de prostituta de lujo.
Madrid se siente capital porque te lleva dentro.
Y si tu piel es golfa, Madrid será golfa.
Porque Madrid te quiere.
Sin ti Madrid no sería nada.


miércoles, 15 de agosto de 2012

No quiero vivir como un perro


Hace tanto calor que los perros no se levantan del suelo del chiringuito. Apenas tienen fuerzas para llevarse el hocico al culo y olerse. Con eso les basta para saber que están vivos.

Los perros no saben de música, pero juraría que están moviendo las orejas al ritmo de un rap de La Mala. Hoy ni siquiera tienen que mear. El sudor hace las funciones de su vejiga. Antes nadaban y ahora dormitan. Sueñan con que algún humano les dé los restos del arroz negro que ha sobrado.

Pero hoy nadie parece acordarse de que hay perros en el chiringuito. Los camareros andan atareados en echar sardinas del espeto al plato, y los atunes fileteados desfilan en ataúdes blancos camino de las mesas de los guiris. De tan crudos parecen vivos, pero se acompañan de lechugas en forma de coronas de muerto. Probablemente hoy ha sido un día duro para los atunes.
Nadie echa de comer a los perros en este mediodía de julio, pero a ellos no parece importarles. Saben que a lomos de esas banquetas a las que ahora ni se atreven a subir hay humanos bebiendo cerveza, martinis con vodka y mojitos. Muchos mojitos. Antes o después, piensan los perros, serán ellos los que anden a cuatro patas.  Al fin y al cabo, el tiempo pone a todo el mundo en su sitio.

Yo no tengo paciencia ni para esperar una fideuá. Miro la carta que me ofrece el camarero rubio y, tras descartar las sardinas y el atún, me decanto por los cereales. Recuerdo que son la base de la pirámide alimenticia.
- Cebada-, le digo al camarero rubio- en zumo, por supuesto.
Dudo que entienda mi petición, pero cuando me trae la tercera cerveza me doy cuenta de que antes de que termine la tarde tendré que preguntarle su nombre y el de su proveedor de hierba.
Postpongo la acción porque el sol está a punto de ponerse. Que la estrella que controla nuestro sistema se suicide diariamente merece un repeto. Al menos, unos minutos de silencio.

El silencio sobre la hamaca me lleva al sueño y, al despertar, cubierta de sombras y entumecida por el atardecer, descubro que el camarero se ha tomado al pie de la letra mi idea de menú ideal: hay dos cervezas en la mesa en lugar de postre y café. Tendré que quejarme de tanta literalidad.
Como no soy de quejarme decido ir al baño. Ponerse en pie después de seis horas de sol y una dieta cuestionable es francamente complicado, pero lo hago. No encuentro la sonrisa del camarero y eso me duele. Me aseguró que no me faltaría de nada mientras continuara tumbada en la hamaca. Lo cierto es que no veo a ningún humano a la altura de mi cabeza. Supongo que la hora del chill out les ha dejado noqueados y sigo mi camino hacia el retrete.
Salgo aliviada, pero la sensación dura poco. Mientras curioseo en la tienda de pulseras noto un aliento húmedo en mis tobillos. En lugar de la sueca que vende habitualmente los abalorios, una perra callejera de pelo gris y ojos vivos parece darse cuenta de mi interés por una tobillera trenzada en cuero.
- Tres cincuenta- ladra-. Seir por dos. Oferta de verano. Si te decides estoy en la barra.
Y, lógicamente, me giro hacia la barra.
Y ahí están, medio tirados, oliéndose el culo unos a otros, lamiéndose la sal de las pezuñas y devorando platos de arroz negro untados en tinto de verano. Lo que me temía: los perros se han hecho fuertes en la barra del bar. Utilizan nuestras banquetas y se sirven cañas como si hoy fuera el último día de su vida de perros. Cuando escucho a uno de ellos pontificar sobre si habrá o no rescate en septiembre, siento un mareo, pero hago acopio de lo que me queda de lucidez y regreso a la hamaca. Tengo suerte. Están tan enfrascados en su debate que apenas notan mi presencia. Intento no convertir en real la visión de los guiris tumbados sobrer la arena. Esquivo sus cuerpos. Dormitan todos y alguno ronca.
Despacio, muy despacio, me tumbo de nuevo. Ciero los ojos, por ver si al abrirlos el mundo vuelve a la normalidad. Y para conseguirlo me enrosco todo lo que puedo. Como hago siempre que intento dormir para olvidar las pesadillas. No quiero  pensar en lo que significaría que los perros controlaran el planeta.

Noto que me duele la cabeza. Me digo que un día de estos tendré que dejar de beber, pero también sé que los malos sueños me saltan los nervios desde que era  niña. Siempre he tardado más de la cuenta en recuperarme de ellos. En saber que son mentira. Yo lo llamo el síndrome de Freddy Krueger.

La tarde se cierra a mi alrededor hasta hacerse negra y noche. Me pica la piel y me arrepiento de no haber bajado la crema protectora.  Decido irme a casa y olvidar las alucinaciones. Busco en el bolso la cartera y levanto la mano para pedir la cuenta. Joder, tendré que cortarme estas uñas.
- Aquí tienes- me dice la voz jadeante del camarero-. Treinta euros. A las dos últimas invita la casa.
Le tiendo los billetes sin mirarle a los ojos. Se me han quitado las ganas de ligar, pero algo llama mi atención cuando me da el cambio de cincuenta.  Sus manos, antes largas y suaves, son ahora fuertes como garras y peludas como garras. Un pánico ancestral me recorre el espinazo y trato de ahogar un grito que, sin embargo, me delata. A mi espalda un rumor extraño de voces que no son voces crece hasta convertirse en ladridos. No me atrevo a girar la cabeza. En décimas de segundo tomo conciencia real de lo que está ocurriendo. Me pongo el bolso en bandolera y salgo corriendo playa arriba entre maullidos de socorro.
Soy ágil, ligera y más veloz que ellos pero, cuando alcanzo el apartamento, sé que no tendré tiempo de sacar la llave del bolso. En el último segundo, cuando las babas de un bulldog francés me salpican el culo, doy un salto y alcanzo la barandilla de la terraza. Jadeante pero triunfal, giro sobre mi misma y les miro con un gesto de desafío, que no es más que miedo encubierto en un mentón que mira el cielo. Sé que se quedarán ahí fuera un buen rato ladrando como locos, porque no hay nada que más cabree a un perro que perder una carrera. No quiero que los vecinos de la urbanización vengan a husmear por aquí, así que, con un fuerte golpe de caderas, les doy la espalda y entro en la casa.
No paso por la ducha. Estoy demasiado cansada.
Me tumbo en la cama y cierro los ojos. Pronto los ladridos no son más que lejanos gruñidos y el mar recupera su sonido para acunarme.
Mi respiración se acompasa.
Antes de caer profundamente dormida me doy cuenta de que tendré que andar por la vida con más cuidado.
Hoy he estado a punto de morir como un gato callejero, pero sé que prefiero eso a vivir como un perro de clase media venida a menos.

sábado, 11 de agosto de 2012

Dibújame un cordero


Hay días en los que te acuestas con un hombre y te despiertas con ansiedad.
Y la ansiedad no viene dada por el hombre con el que duermes.
El hombre con el que has dormido te ha dado paz al anochecer y risas al amanecer.
Qué más se le puede pedir a un hombre.
La ansiedad se parece más a una rosa.
Cuando sales de la casa de un hombre que te ha hecho reir, te sientes como una rosa.
Fresca y roja.
Te comes el mundo cuando te hacen reir.
Cuando te sientes una rosa fresca te crees inmortal.
Puedes ganar a Corea cuando te juegas el bronce en balonmano.
Puedes entrar once segundos antes que Australia en un barco de seis metros y llevarte el oro.
Puedes lograr un diploma olímpico porque saltas en altura los dos metros sobre el suelo con facilidad. Y remas, remas con fueza hasta ganar la plata en aguas tranquilas.
Luego sales a la calle. Con ese porte de las flores que son intocables.
Erguida, muy erguida, subes al coche. Los hombros hacia atrás, la falda unos centímetros más levantada de lo que sería legal en tiempos de desamor y los tacones firmes.
Y entonces, cuando metes la primera velocidad, tu cuerpo se indigna con algo que no sabes reconocer. De tu cabeza roja cae el primer pétalo.
Buscas un nombre que te defina en la ciudad vacía para que nada puede hacerte daño y, cuando lo encuentras, te vas a la calle y la realidad te da una bofetada en la cara.
Hace calor. Y es sabido por todos que a las rosas no les gusta el calor.
No puedes someter a una rosa a temperaturas saharauis. Ni siquiera cuando le prometes que Saint Exuperi andará por ahí volando en un avión que está punto de estrellarse en su desierto.
Las rosas son caprichosas.
Les gusta que las polinicen los mejores insectos del mundo.
Y si no hay buenos insectos a la vista, deberían quedarse en una urna de cristal para ver pasar la vida.
A las rosas se les debería prohibir estar al día de la realidad. No hay rosas por estos días en las redacciones de los periódicos Ni en los mostradores de los bancos.
Las rosas son ambiciosas, vanidosas y bellas.
Les gusta, ganar, brillar y maquillarse.
Y a veces creen que pueden conducir. Incluso maniobran con habilidad si creen que la vida va con ellas y aprovechan los semáforos de Eloy gonzalo para ruborizarse las mejillas con un colorete de Mercadona.
Pero hasta las rosas, por muy tontas que sean, saben que después de que caiga el segundo pétalo llegará la gravedad para el tercero. Y así, siguiendo una ley que en Marte sería más lenta, la rosa que hoy conduce perderá su último atisbo del yo.
La ansiedad debe ser algo parecido a esa sensación de cambio comerme el mundo por que el mundo se me coma a mi.
Por eso hoy necesito que alguien me dibuje un cordero.

jueves, 2 de agosto de 2012

Qué será de los girasoles

Aquí estoy.
Tocando una guitarra que no tiene cuerdas.
Con un sombrero que no protege del sol porque aquí no hay sol ninguno.
Bailando un baile de caderas que no se mueven. Impasible, quieta, detenida.
Aquí estoy.
Susurrando canciones imposibles a la mujer que sonríe en su bañador rojo mientras se zambulle en el agua azul.
Estoy aquí, en un instante en el que a punto estoy de arrancarme a hacer algo importante. Pero no lo hago.
A punto estoy.
Pero no lo hago.
Si mañana saliera el sol por poniente, los girasoles se partirían la nuca.
Me gustaría ver a todos los girasoles del planeta romperse el cuello con tal de que pasara algo.
A veces tengo ansiedad.
A veces no la tengo.
Lo hago y no lo hago.
Bebo un gin tonic a escondidas de mi madre y toco la guitara a escondidas de mis orejas.
Tengo las orejas grandes, la cintura estrecha y el alma volátil.
Vuelo y no vuelo.
Ningún don para la música, pero muchas ganas de convertirme en clave de sol.
Pero aquí no hay sol ninguno.
Ilumina y está oscuro.
Voy y vengo.
Entro y salgo.
Aquí estoy, con la guitarra firme entre mis brazos, las caderas dudosas y la música soplándome en la oreja.
Dispuesta a partirme el cuello si mañana el sol sale por poniente.

lunes, 23 de julio de 2012

Yo iría al infierno por ellos

Paso un día para no olvidar nunca con amigos de los buenos. De esos que me dan todo lo que tienen aunque no tengan nada. Y por los que  pondría una bomba en la estatua de Quevedo para erigir otra en sus nombres mientras me como una hamburguesa en el Vip´s de Eloy Gonzalo a cinco de la tarde. Amigos por los que una buena mujer iría al infierno sin pensarlo dos veces.

Yo no soy una buena mujer, así que no pienso: iré al infierno de todos modos. Me alegra darme cuenta de ello cuando aparco en la puerta de casa y mi coche ajusta su culo rojo contra el moro plateado del auto aburrido de uno de esos jubilados que sólo conduce en domingo. El tipo hace el sabath de lunes a sábado.

Hoy es lunes.
Abro la puerta y lo hago con ese cansancio propio de los días intensos. Apenas me quedan músculos en el brazo para girar la llave, ni talón de Aquiles que empuje la puerta en el quicio inferior derecho. Las rodillas me tiemblan de tanto como me han estado sosteniendo en posturas imposibles. Ni siquiera me importa fumar tabaco de liar. Hoy no es noche para la ansiedad. Es una noche perfecta, revestida de un verano perfecto y caluroso, con temperaturas adecuadas a la estación que vivimos.

Cuando dejo las llaves sobre la mesa salgo al patio, miro al cielo y respiro hondo. La brisa hace soportable la canícula. Luego me dejo caer en la silla del ordenador. El PC arranca rápido, a pesar de no ser Mac; la conexión a internet no parpadea; las cosas van bien aquí dentro. Pienso que tendré que marcar la fecha en el calendario por si algún día no recuerdo lo que es la felicidad.
Abro spotify para escuchar Estela, de Tony Zenet. La canción, descubierta en el ipad de otro amigo por el que condenarme al fuego eterno, se está convirtiendo en banda sonora del verano. Y es entonces cuando una alerta de google me informa de que el fondo monetario internacional dice que Japón y España amenazan la economía mundial. Nipones y Vividores no tocamos techo en nuestra prima de riesgo, aseguran los banqueros.

La noticia me deja noqueada. Mis ojos, que no han dejado de sonreír durante las últimas veinticuatro horas, abandonan su rasgada pose asiática y adoptan la crispada atención de un héroe de manga antes de concentrar toda su fuerza en manejar un superpoder. Vengo de conocer una versión del "Rien de rien" en malagueño y me encuentro con que soy escoria económica. Yo, que antes que villana, quería que el mundo fuera bonito.

Dudo entre lanzar un rayo láser con los ojos que destruya el tablero informativo o parar el tiempo para cambiar algunas piezas y hacerle trampas a la realidad. Pero puesta a pedir superpoderes ho me siento más de Marvel. Los diálogos son mejores. Y pienso en Batman: millonario, el coche más rápido en su garaje y las mejores mujeres de Gotham en su cama. No estaría mal salir a volar esta noche, pero lo descarto. Demasiada depresión a bordo de ese bólido.
Iron Man, otro de mis favoritos, está en su mejor momento. Otro rico que se fabrica un traje indestructible. Pero peca de exceso de testosterona, como Capitán América de ingenuidad.
Hulk anda hecho polvo. Su marrón no es perder el control y ponerse hecho una furia, sino quedarse en ropa interior cada vez que se enfada.

Descartada la saga Marvel, me quedo sin ideas para salvar el mundo y salgo al patio. Enciendo las velas, fumo, miro las estrellas, fumo, abro una lata, fumo y compruebo en la pared que mi sombra es más grande que yo. Yo estoy quieta y ella tiembla al son de las llamitas prendidas. Ahora se levanta, la veo caminar hasta el baño y atravesar el cuerpo del gato sin que el gato se inmute. Estoy a punto de pedirle que, ya que está de pie, me traiga otra lata de la nevera, pero me corto cuando veo que la sombra del gato la sigue y la oigo hurgar en el neceser. Hace tiempo que no tengo autoridad sobre mi sombra. Cierro los ojos Ya volverá. Siempre vuelve.

Y vuelve. Sin hacer ruido se acomoda de nuevo en la pared. Es la misma, pero ahora lleva dos trenzas tejidas en el pelo y la sombra del gato apoyada en su hombro. La miro con cara de de qué vas y ella se ríe.

- De Pipi Calzaslargas- me dice-. ¿O es que te habías olvidado de ella?
- Pero Pipi no me vale -contesto-. No tiene superpoderes.
- Una bolsa de monedas que no se acaba, toda la independencia del mundo y amigos por los que iría al infierno. A mí eso me suena a superpoderes.

No discuto. Con ella no se puede. Siempre me desarma. Me voy a la cama, pero antes paso por el espejo, me peino dos trenzas y no apago las velas.
Ella en su pared, yo en mi colchón. Las dos pensando que tal vez podamos salvar el mundo con amigos por los que vender el alma al diablo.
No sé quién se duerme primero.
Pero sé que las dos soñamos.

jueves, 12 de julio de 2012

21 centímetros


Salgo del Son y conduzco a casa como me gusta conducir. El motor revolucionado, suaves cambios de carril, anticipación al comportamiento del otro, semáforos en ámbar, ruedas que se deslizan sobre un asfalto húmedo de tan negro. Embrago, acelero, evito el freno. Embrago, acelero, evito el freno. Rodeo mi barrio de siempre para ver de cerca la estatua de Colón. Cibeles me pilla en rojo y me quedo mirando a la diosa, que gobierna su cuádriga de leones con mano de piedra. Si llevara una cámara le haría una foto. Me guardo en la retina su imagen indiferente, que conduce hacia el paraíso sin que ella sepa, por sus cuencas vacías, que el paraíso está en Gran Vía con Alcalá.

La luz se vuelve verde y la puerta de Alcalá me salva de convertirme en estatua de sal. Sigo acelerando. Bajo las ventanillas para oler ese Retiro que cada noche emana perfumes de flores. Las flores que mejor huelen son las que están a punto de morir, pienso, y a punto estoy de girar el volante para entrar a repostar en el Jardín Botánico.

Ya no me queda mucho de flor, y no tengo ganas de estar muerta sin dejar atrás un buen olor, así que continúo por O´Donnel. Hoy no quiero tomar el túnel. Te obliga a ir a cincuenta y ni siquiera huele a gasolina. Sólo a CO2 mal ventilado.

Corren malos tiempos, pero la noche de hoy se merece conducir hasta casa con la mirada atenta. Tan atenta que paso de largo el desvío a la derecha para Mateo López. El despisste me hace pensar que tal vez hoy no quiera girar a la derecha, porque ya giró todo bastante, me digo, y sigo recto. Cuando Radio 3 me regala una de Johnny Cash  me doy cuenta de que si la música sonara toda la noche podría llegar hasta Valencia. Acelero, embrago para meter sexta y acelero de nuevo. Ya estamos aquí de nuevo. Yo y mi caballo. Johnny canta "When a man comes arround" y comienzo a sonreír de verdad. Por primera vez en todo el día la sonrisa es limpia y las ruedas giran sin más ruido que el del rozamiento sobre algo parecido al cielo. Me siento fuerte. A lo lejos veo un cartel que dice que la velocidad en ese tramo está controlada por radar. Sé de buena fuente que solo funciona el 30 por ciento de los radares que anuncia la DGT -cosas de la crisis- y acelero para desafiarlo. Hoy es día de correr riesgos. Cuando la foto no se dispara a mi paso me siento tan eufórica como si hubiera invertido mi fortuna en bonos del Estado y el Estado pudiera pagarme. Y pensando en imposibles sigo acelerando en busca de un cambio de sentido que esté a la izquierda. Sé que no hay ninguno antes de Arganda y la luz de la reserva ha comenzado a parpadear. Debería volver. Los avisos que emite la visa desde el bolso me persuaden de que tal vez sería mejor un poco de cordura y dar la vuelta, pero no soy de esas que se dejan convencer a la primera de cambio. Me siento atrevida y empiezo a pensar que hoy es mi noche de suerte cuando la radio me regala aquel "Bye bye life" del All that jazz de Bob Fosse y encuentro un giro a la izquierda que el coche, que ya me conoce, no puede evitar tomar. Sincronizo las revoluciones del motor con la duración de la canción. Sé de sobre que dura 10 minutos y calculo que estaré a 25 kilómetros de casa. Quiero abrir el portal cuando suene la última frase de la canción, esa que dice I think i´m gonna die. Y si el depósito de gasolina me abandona, la visa continúa con su insoportable quejido y el radar de vuelta se dispara a mi paso, no me importará un carajo. Pararé el motor, encenderé el último cigarrillo y pensaré, mientras me acomodo en el asiento trasero para dormir, que sigue siendo mi noche de suerte. A mi sólo me separan 21 centímetros de la felicidad. Y les aseguro que no todo el mundo puede decir lo mismo. Si hoy fuera mi última noche sobre la tierra y dado mi estado de ánimo, sé que Jessica Lange me esperaría al final del camino, vestida de blanco y sonriendo.

miércoles, 11 de julio de 2012

Día de me olvido de ti, pais.

Día de fuegos artificiales. Día de orgasmos múltiples. Día de recuérdame y no me olvides. Día de rancheras. Día de amigos. Día de si no eres mi amigo espero que lo seas pronto. Día de me sube la libido al recordarte. Día de te seguiré esperando en la voz de Chavela y en el alma de Chavela.

Día de subir tres puntos el IVA, de cobrar el cincuenta por ciento del paro a los seis meses de estar parado, para fomentar que la gente mueva el culo y encuentre trabajo. Como si la gente quisiera estar sin trabajo.

Día de políticos miserables, día de estafadores, de discursos levemente históricos. Día de mentes deformes. Día sin rebelión. Día de me olvido de ti, país. Día de saber que solo yo te quise.

Día de masturbarte pensando en el sexo como idea luminosa en tiempos oscuros. Día de cambio amistad por sexo. Y sexo por amistad, Y probablemente estoy pidiendo demasiado. O dando demasiado. Que se me olvidó otra vez que nunca me quisiste, pais.

Día de  pensar en qué conservaremos cuando dejemos de ser perros y volvamos a ser humanos en la ciudad de siempre.

martes, 26 de junio de 2012

Los tiempos que corren



Mi amigo Rafa me dijo el otro día que, ante la incertidumbre laboral que acecha a los guionistas, lo mejor, en mi caso, sería cobrar dinero a los hombres con los que me acuesto.

- Yo estoy dispuesto a hacerlo -aseveró-, pero tengo un problema, o me vuelvo gay o las mujeres no van a pagar un duro por mi cuerpo. Pero el tuyo, querida amiga, por el tuyo habría que pagar.

Él no pagó un céntimo, claro. Hablaba en condicional. Pero cuando llegué a casa me quité la ropa y me puse a mirarme en el espejo mientras bebía una cerveza. Al principio no presté mucha atención a mi cuerpo, pero pronto mi metro setenta y dos, completamende desnudo, empezó a moverse, y mi inconsciente, a calibrar sus posibilidades de éxito en una nueva profesión. 

El pecho está más o menos en su lugar, la cintura describe una curva razonable y aún no tengo demasiada barriga, a pesar de mi tendencia al consumo indiscriminado de zumo de cebada. Tal vez no pueda cambiar sexo por dinero -pensé-, pero, desde luego, me puedo permitir otra cerveza.

Con la segunda lata mis piernas se afinaron. El efecto óptico aumentó cuando dejé solo encendida la luz indirecta del baño. Durante la ingestión de la tercera Mahou me dí cuenta de que mi trasero había hecho un pacto con el diablo a mis espaldas. Literalmente. Parecía redondo como una manzana recién cogida y, aunque la escasa razón que me quedaba insistía en que despuntaban los primeros síntomas de la edad, ese anticelulítico milagroso que había visto anunciado podría combatirlos. Problema aplazado.

En la cuarta cerveza ya tenía claro que la propuesta de Rafa no era tan mala. El razonamiento era lógico; a mi me gustaba el sexo y lo hacía bien. La experiencia es un grado, me dije. ¿Qué mal había en ganar un poco de dinero extra con algo que llevaba años practicando?

El agotamiento me asaltó en la quinta cerveza, justo cuando me cortaba las uñas de los pies. Me puse una tirita en el dedo, alcancé la cama cojeando y soñé que era la propietaria de un bar de carretera en el que los jueves tocaba Bonnie Tyler.


A la mañana siguiente el despertador sonó al mismo tiempo que el dolor de cabeza. Lo normal en estos casos es disolver un espidifén en café doble para espabilarme y sentarme en internet. Un periódico, dos periódicos, tres periódicos. Mil periódicos. Repasé la actualidad informativa del mes. Nada nuevo: Europa al rescate de un pais; ese pais huyendo del rescate; un político venido a más hundiendo otro banco; un juez supremo que no cree que sea malo viajar a Marbella en horario laboral; la secretaria de un deportista real, convencida de que es lo mismo tener una cuenta en Suiza que en Zaragoza. Yo soy de Zaragoza y, como no quería terminar declarando en la Audiencia Nacional, llamé a mi banco y cerré las cuentas corrientes. Cuando llegué a la noticia de que la policía de Barcelona había decidido aplicar mano dura a los clientes de las prostitutas para ayudar a las prostitutas, me volví a la cama con una bolsa de hielo en la cabeza.

En ese momento llamó mi novio. Estaba confundida. Había llegado de viaje y quería verme. Al parecer había conseguido cobrar el diez por ciento de las las facturas que le debían desde hace un par de años y quería celebrarlo. Presa del pánico, le dije que no, que era mejor que no nos viéramos. Y que, pensándolo bien, lo prudente era que no nos vieran juntos en una larga temporada. Y que sobre lo de ir el finde a Barcelona, ni hablar. Que si tanto me deseaba, lo mejor era que pusiera una bandera roja en su balcón. Yo contactaría con él. Le di una contraseña:  Garganta Profunda. Y un precio: mil por cita.

Convencida de que tenía razón en lo que nos quedaba por llegar,  llamé a Rafa.
Descolgó una voz de joven efebo que me dijo que estaba en la ducha.
Vi claramente que él era más valiente que yo en los tiempos que corren y que había decidido cambiar de profesión. 

Respecto a mi novio, no he vuelto a hablar con él, pero estoy segura de que jamás volveré a pasar hambre.


miércoles, 20 de junio de 2012

Los gatos, a veces, también se colocan. No lo hacen a propósito. Lo hacen porque les viene a mano. A ver quien, en sus cabales, rechaza una Weiss Damm dorada e intensa.

Da igual que seas humano que gato. Una cerveza siempre es una cerveza.

Me pregunto si el gato valora el amargo sabor de la cebada tanto como yo. Creo que no. Su curiosidad, si hubiera que trasladarla al mundo de lo real, sería mi adicción. Y un adicto es lo mismo que un curioso: no puede dejar de mirar.

Y es verdad que hay veces que no puedes dejar de mirar al gato. Por curiosidad o por adicción, observas cada movimiento de su cuello.  El te mira, tú le esquivas; él ronronea, tú te colocas las bolas chinas; él caza una polilla y tú abres una lata de atún; él caza y tú pescas.
No puedes dormir. Él tampoco. Y en esa comunión antagónica, sientes que le quieres. Y él, a cambio,  no siente nada. Olisquea la cerveza, humedece con el hocico el borde de la botella y se pira al patio a buscar más polillas que comer. El gato te deja completamente sola.
Es verdad que luego, cuando te desplomas en la cama, vuelve. Recorre el perfil de tu cuerpo, araña las sábanas y toma la medida de tus rodillas hasta acoplarse en algún recodo de tu cuerpo.  Y piensas que igual él está abusando de ti. Pero no importa. Sabes que son cosas de gatos.

martes, 19 de junio de 2012

Nervios

Hoy no voy a publicar nada.
Me largo a leer.
Aún no sé en qué recipiente horizontal lo haré.
Pero pienso leer hasta perder el control.

Eso me calma.

Si todo fuera normal, yo estaría en la Voyager I


Si todo fuera normal sería hora de encender las noticias de la uno. Tengo adicción a los informativos, pero hoy sé que la prima de riesgo se ha disparado "máis una" -como dicen en Brasil-; que el supremo se pudre lentamente como una manzana vieja que viajara de Madrid a Marbella en un carro tirado por bueyes en pleno agosto; y que el retrato de Jane Austen, ese que le hicieron con 13 años, es auténtico.
Si todo fuera normal, estaría cocinando para alimentarme, aunque últimamente me parece un rito secundario.  Es verdad que mi nevera hoy parece la de un soltero pero no es solo eso.
Si todo fuera normal, como viene siendo habitual en mi vida, no estaría subiendo un post a plena luz del día, ni escuchando elefantes que sueñan con la música, ni siquiera sacando hielos del congelador para comprobar que el hielo, fuera de su elemento, se derrite, como todos hacemos, sobre todo dentro de una cerveza caliente.

Si todo fuera normal hoy, esos serían experimentos que dejaría para la noche, cuando la bolsa, los mercados y los descubridores de mitos duermen en mi hemisferio norte, y  cuando la ausencia de luz me permite convertirme en sombra y el obstinado silencio de esta calle, escucharme.
El gato no andaría durmiendo en los pliegues del edredón del armario que he dejado abierto. El vecino del tercero, que tiene alzheimer, no trataría de coger con un gancho el paño de cocina que ha caído en mi patio. Yo no subiría a su piso a devolvérselo si fuera de noche, aún a riesgo de perderme la aventura tipo Indiana Jones en la que he luchado contra su memoria y su gancho, adherido a su mano como el muñón del Capitán Garfio.
Hoy no es un día normal. Mis dispositivos usb no funcionan, mi identidad de yahoo ha sido usurpada por vendedores de Avon, me dicen, y el sol no brilla tanto como podría esperar.
El gato ha salido del armario y cierro las puerta. Le pongo comida extra y agua fresca con hielo, que sé se derretirá en un par de horas. Termino de hacer la cama que empecé a construir a las doce del mediodía y decido no hacer equipaje para mi viaje (dios, si me empiezo a parecer a gloria fuertes, avísenme).
Nunca subo fotos que no haya tomado mi cámara, pero hoy nada funciona como suele, así que elijo una foto que Nona tomó la noche que tuve la divertida desfachatez de leer relatos ante los amigos. Es la única imagen que me permite contar que hoy, aunque casi nadie se haya dado cuenta, la Voyager I está a punto de cruzar  la última frontera del Sistema Solar.
Hoy, treinta y cinco años después, decido subirme a la nave para comprobar que, a mi vuelta, La tierra permace. Y que el hielo se derrite. Siempre se derrite, si pones el cubito en los labios adecuados.

Los mercados no me permiten comer merluza, pero he encontrado una lata de sardinas maravillosa.

lunes, 11 de junio de 2012

Cruzar en rojo

Tomar fotos a medianoche en Buenos Aires sin flash produce imágenes desenfocadas. Y eso desconcierta. Al peatón le puede surgir la duda de si esos hombrecillos rojos van a cruzar o no
De madrugada, en Madrid, los semáforos que me salto para llegar pronto a casa, pasan del verde al rojo sin que que se me ocurra pisar el pedal del freno. Cuando llevas una televisión de tubo de 50 pulgadas en el maletero no puedes pisar el freno. Hice un curso de conducción segura y sé que es mejor saltarse un semáforo que soportar la inercia de un objeto de cincuenta kilos a ochenta por hora sobre la nuca. 

Yo, como Marylin, no tengo intención de suicidarme. Tampoco Janis Yolin quiso largarse tan pronto. Que se les fuera la mano para dormir o para evadirse es otro asunto: cosas de tener poca paciencia. 

Así que nadie juzgue imprudente pasar las luces rojas en sexta si  lo que sueñas al volante es llegar a casa y darte una ducha caliente mientras escuchas Trópico Utópico. No es el instinto suicida el que te impulsa a pisar el acelerador. Se trata más bien de la conservación de tu especie. 

Necesitas un libro, necesitas dos libros, necesitas tres libros. Necesitas cerrar la puerta a tu espalda y echar la llave para que nadie entre; saludar al gato, hacer un reguero de ropa en el suelo según te la quitas, abrir la llave del agua caliente y darle jabón al alma; hidratar la piel, cepillarte los dientes y estropear tu aliento fresco con una cerveza; tender la ropa, fumar un poco y considerar absurda la reciente higiene dental; salir al patio y dejar que el pelo se seque soplado por este viento impropio de junio.
Y sentarte aquí, con los dedos sobre las teclas, a la espera de que sean capaces de hacer algo más  que conducir deprisa hacia el futuro. 

No es noche hoy de recuerdos. 
Es hora apostar en el hipódromo con Bukowsky y de dormir abrazada a Archer. 

Son noches de esas noches en las que hay que arriesgarse a cruzar la vida sin mirar.


jueves, 7 de junio de 2012

Si yo fuera Venus

Si tienes el don de cocinar, tienes el don de hacer tortillas de patata. La cebolla bien pochada, la patata, caliente, y las caderas rígidas al batir el huevo.
Dios te da un látigo, como se lo dio a Capote para escribir, y con ese don a ti sólo se te ocurre hacer tortillas de patata.
Son buenas las tortillas, pero no sabes si merece la pena hacerlas. Quién coño va a leer tus tortillas
A saber lo que se te pasa por la cabeza en este momento. No te veo la cara, pero tienes pinta de echar de menos a Bradbury.
Bates el huevo como si batieras huevos en Marte.  Con esa cadencia propia de la semigravedad. Y sin embargo,  que se sepa, no hay gallinas en Marte.
Tampoco hay gente en Venus, ese planeta vanidoso que se ha paseado estos días por delante del sol.
Si tú fueras Venus, harías un ejercicio de exhibicionismo propio de un planeta hermoso. Dejarías el plato sobre la encimera, te retirarías el pelo del hombro derecho y le mirarías directamente a los ojos.
Le echas tanto de menos, amor, que la sartén en la que cocinas saldrá volando para buscarle.
Vaya manera de conjurar tus pesadillas.















ssi yo fuera Venus

viernes, 25 de mayo de 2012

Noches de color rojo

Me recibe al llegar a casa un aroma a primavera caduca que a punto está de lanzarme en coche hacia el Son. Me doy cuenta de que hay menos polen a estas horas en Fernando VI que en mi calle y opto por quedarme. Mi escuálida tarjeta de crédito juega un papel en la decisión, para qué negarlo.
No le doy importancia al cambio de planes. Me gusta abrir el nuevo portal. En la plenitud de mi vida tecnológica, me recibe una alfombra de lana tejida en el 63. El fondo es granate, igual que aquel TDi  que estampé en la carretera, en un épico siniestro total, justo el día siguiente de cancelar el seguro a todo riesgo. La diferencia es que el catálogo de Seat decía que era "rojo volcán". Felicito a los publicistas de la marca. Durante algunos días fantaseé con la imagen de mi conducción avanzada dentro de una refulgente bola de color rojoferrari. Ahora ya no soy daltónica y sé a ciencia cierta que la alfombra es granate y el coche lo fue.
La decisión de no bajar al centro está más que justificada si  ya he descubierto más errores de mi pasado que en años de terapia de a sesenta la hora.
Enciendo el ordenador y abro el periódico. La alfombra será granate, pero mi pantalla es cojonuda y la conexión va como un tiro. Leo las noticias. Abro siete periódicos al mismo tiempo. Tengo la intención de calmar la ansiedad informativa que el trabajo me impide estos días. Estoy dispuesta a empezar por la sección de economía. Aparentemente no hay otra en las portadas de estos días. Pero no es cierto. Mientras Bankia pide más dinero al Estado, el BarÇa gana la copa del Rey y Nicole Kidman lucha en Cannes por interpretar tras una máscara de bótox. También hay una receta de hamburguesas de atún, pero no tengo hambre.
El surrealismo informativo me lleva a abrir un par de latas de cerveza. Lo tengo claro, opto por averiguar qué va a ser de nosotros cuando hayamos muerto y me decido por Economía. La necrofilia de madrugada me obliga a fumar, algo que no tenía pensado esta noche.
Después de fumar, el horror sobre el futuro se multiplica y cambio a Cultura. Entro en pánico al saber que, según los expertos del Louvre, la Giocconda se borra sin remedio.
Las llaves del coche tintinean en el bolso como las zapatillas rojas del cuento. Sé que si las cojo no podré dejar de bailar. Y de pronto pienso que a ni el bótox, ni el fútbol, ni la Giocconda me importan mucho ahora mismo. Lo de Bankia ni lo pienso, porque pensarlo me hará tener una noche en la que vea todo de color rojo.

- ¿Todo rojo?- me dirá él- Querrás decir negro.

Y yo le contestaré, como Holly Golightly, que se puede tener un día negro porque ha llovido demasiado y estar triste. Pero que los días rojos son terribles, de repente se tiene miedo y no se sabe por qué.

Y ante la escena prefiero quedarme con que Kirchner expone en la Fundación Mapfre, con los ojos de Miguel Ángel, que codician cosas bellas, y con aquel Tdi rojo volcán que mi banco no quiso refinanciar.

En cuanto a la juventud eterna, me decanto por Guillaume Côté.

Recupero el daltonismo. Sin miedo. Y sin ir al son.





jueves, 24 de mayo de 2012

El universo se expande


Mañana volverá a dolerme la espalda. Esta manía recientemente adquirida de tumbarme en el patio a mirar las estrellas que los edificios me impiden, me va a costar otro lumbago. Desde aquí sólo se ve una porción pequeña del cielo, así que, inútil dolor, diría yo, si lo que quiero es ver la estación espacial internacional; necesario y bien-venido, si pretendo soñar con un viaje a  Venus.
El dolor es relativo, pienso ahora. Depende de las expectativas. Y lo pienso porque ya sé, en mi inconsciente búsqueda de un lugar en lo oscuro, qué les espera mañana a mis riñones. Es probable que, ante el dolor asegurado, mi estado de ánimo sea el que decida si he visto Venus o no he logrado avistar la estación espacial. Elegiré, como hago siempre, la opción Venus. Cosas del auto engaño.
Y mi ánimo, ya me voy acostumbrando a ello, es relativo, como el universo, que, por cierto, se expande.
Un ánimo que se expande bien merece una manta bajo la espalda. La coloco para darme calor y no puedo evitar pensar que, definitivamente, no soy dios. 
Esta noche apenas veo dos estrellas cubiertas de nubes.

lunes, 21 de mayo de 2012

Lo que nos espera

Mientras en Warlock  está a punto de estallar la revolución minera, en Madrid amanece.
Y yo confundo el optimismo con la inconsciencia

martes, 15 de mayo de 2012

Desde mi cielo


Si miras con atención todo es poesía. El cielo que no ves pero imaginas; el cartel que pide precaución el entrar en la M-30; el viento que mueve las parabólicas de la torre de televisión; los árboles; la farola que se transforma en luna de producción propia; el programa de rap de radio 3; el gato haciéndose las uñas en el sofá nuevo.
Si miras con atención da igual vivir en una casa que en otra.
Si conservas la mirada puedes verlo todo. Y sentirlo todo, si me apuras. Como sientes ahora el placer del soplo de viento sobre el hombro izquierdo.
Y es literal lo del soplo sobre el hombro: alguien respira en mi nuca.
Respira.
Y me pregunto quién es.

viernes, 4 de mayo de 2012

De Chueca a O´Donnel sólo hay un paso

Aquí está mi nueva casa. Alguien la ha estado poniendo a punto sobre el plano perfecto que dibujó Sandra. 
Hoy he llegado de Sao Paulo, vía Nueva York, pasando por Menorca, Fernando Sexto y Arturo Soria. 
En Sao Paulo, lo sabe todo el mundo, reside mi alma salvaje.
Noches como pocas, las brasileñas. 
En Nueva York, de vuelta de la biblioteca, me entran ganas de escribir novelas que compitan con Capote. Cuando veo que no lo consigo me voy a Menorca.
En Menorca, está claro, el objetivo es el sexo en la playa, después de conducir un descapotable rojo con asientos de cuero blanco. En medio del acto nos asalta un comando de adolescentes en bicicleta. 
Me marcho de Menorca.
Fernando Sexto es el rincón donde miro a mis amigos. Las drogas y el desamor nos permiten ser libres.
Voy a Arturo Soria, miro una de Woody Allen y decido marcharme. Tengo jet lag de besos imposibles.

Dicen los amigos que no han estado en Chueca que esta casa nunca será mi casa de Chueca. Pero ya estoy aquí, en O´Donnel con Doctor Esquerdo. Está amaneciendo aquí, como amanecía en Chueca. Y llueve, como llovía en Sao Paulo, y siento, como en Menorca, y bebo, como en Fernando Sexto, y beso, como en Arturo Soria. Y me doy cuenta de que de Chueca  a O´Donnel, sólo hay un paso.

miércoles, 21 de marzo de 2012

El efecto Venturi

Me pide Ángela que cuente algo y no sé qué contar. Abro la ventana, por si la primavera interrumpida me sopla alguna historia. Ocurre que hace frío en esta extraña noche de finales de marzo. Qué loco está el tiempo, me digo. 
Eso se lo dice todo el mundo. Por ahí no hay cuento ninguno. Al menos eso creo. 
Pero cuando estoy a punto de cerrar la ventana ocurre que el viento nocturno se empeña en soplar más de la cuenta. Tengo que buscar un músculo que no esté distraído por la marihuana para hacer fuerza. Y lo que no sé es que con mi ejercicio provoco un efecto Venturi que hace que la corriente de recuerdos que emite la casa esta noche, directamente proporcional a los años vividos, salga impelida el exterior. 
Indefensa, como si 300 espartanos me amenazaran con disparar sus flechas, me rindo ante la fuga y observo el desastre. Ahí van 3 novios importantes, 1300 libros -que hubiera podido llevar en el e-book si me hubiera dado cuenta antes- , 200 cd´s., 200 pelis, 50 cuadernos, kilovatios de nicotina y algún que otro animal de compañía. No veo salir a los amantes. Me doy cuenta de que esos se marcharon cada vez que abrí la ventana al amanecer. 

De todo lo que se marcha por esa ventana, echaré todo de menos. Pero poco. Lo justo para descubrir que si algo me ha dado esta casa que ahora cierro, son los conciertos de Los Impedidos. Me llevo las muletas que se transforman en guitarras algunas noches. Me llevo a todos los amigos que hacen de mi vida un concierto de Rock and Roll.
  

martes, 28 de febrero de 2012

Marlon Brando también tiene amigos

El caso es que llegas una noche al control de realización y, en lugar de compañeros, aparece en  la mesa de catalogación una cesta llena de cervezas de importación, la fotografía Marlon Brando (cuando lo entrevistó Capote, por supuesto) y un póster de "Planeta prohibido", una de esas pelis de ciencia ficción de los 50 que, si la pones a los colegas, te hará parecer una freakie a ojos de quienes no te tienen cogida la medida.

Resumiré el párrafo anterior en tres palabras: cervezas, hombres y fantasía. 
No me va mal, pienso. La idea es de Ana, pero la secundan Lara, Héctor, Fer y Gloria. Son los que están hoy en control. Y creo que son mis amigos, así que añado la cuarta palabra sagrada de mi vida actual: amigos.

Tengo la ventana abierta. 
Es 29 de febrero y tengo todas las ventanas abiertas. A esta hora de la noche de este mes de invierno no es muy normal respirar el aire de una primavera adelantada. Este año, febrero, como nunca suele, es amable en su meteorología. Me da, sólo para mi, 19 grados al mediodía y diez de madrugada. Sabe que tengo que marcharme de las ventanas que dan al sur. Debe pensar que es mejor que me vaya con el mismo cuerpo con el que entré en esta casa: un cuerpo trece años más joven y un pene trece centímetros más satisfactorio.

Es una pena que tenga que largarme de aquí, porque ahora, justo ahora, a las orquídeas les da por florecer. Se han puesto de acuerdo las cinco a la vez para hacerlo. Pero tendré que irme, No puedo quedarme ni por las flores ni por los recuerdos. Tampoco por el sol que arranca desde el sur. Echaré de menos esta casa.
Me voy de casa, pero ahí afuera hay un hogar. Es tan grande que, como dice la publicidad del metro, tu oficina tiene ochenta metros, pero el mundo mide 51.000 hectáreas. 

Y mis amigos...
mis amigos ocupan el resto de los pueblos no habitados. Esta sensación es algo parecido a la fortuna de vivir. Es como ser Marlon Brando y pasar de Broadway a Hollywood. Y yo me voy de esta casa por mi  y por todos mis compañeros: 

¡COJO CUATRO! 

lunes, 20 de febrero de 2012

Aquí estoy, mirando.
Mirando estoy al cielo.
Miro el cielo.
Nada me distrae.
Es el cielo.
El cielo.
Tengo bigotes y tengo pestañas y hocico.
Y no sé qué pinto en la foto.
Soy mi perfil.
Y soy yo, mi perfil contra el cielo.
Y soy yo, mi perfil  contra el cielo

viernes, 17 de febrero de 2012

De qué hablan las palomas cuando hablan de amor


Últimamente tengo alma de voyer. No soy James Stewart -desde luego no llevo la pierna escayolada- pero no puedo dejar de mirar por la ventana. Esta temporada me daría exactamente igual tener a mi lado al equivalente masculino de Grace Kelly. Incluso cuando viene la mismísima Grace Kelly a verme, no puedo dejar de mirar por la ventana. 

Hubo un tiempo en que la casa que hay frente a la mía estaba habitada. Eso sucedió cuando llegué a Madrid. Las noches de verano, bajo el intenso calor de agosto, me sentaba en el alféizar  con las piernas colgando y una lata de cerveza, y escuchaba las conversaciones que salían por las ventanas. Había un tipo en el tercero que cenaba siempre solo, a la misma hora, con una botella de vino; una pareja que jadeaba en búlgaro, en el cuarto,  y unos cuantos inmigrantes que bailaban salsa las noches de viernes y brindaban en árabe, en el segundo.

Con el tiempo llegué a saber que el maniático de la puntualidad recibía en casa grupos de amigos con los que perdía el sentido del tiempo por vía anal; que la pareja búlgara hablaba así porque a la chica le excitaban los idiomas extranjeros y que los árabes anacrónicos eran agentes de la Nacional infiltrados en un grupo terrorista. 

Recuerdo aquello porque hoy, frente a mi edificio, hay un andamio. Las vistas de Madrid son mejores, claro está. Puedo ver desde el Círculo hasta el reloj de la telefónica, pero los vecinos son de otro estilo hoy en día. Esta mañana, tomando un café, se han instalado, justo encima de donde vivían los búlgaros, un  par  de palomas. A mi, con las palomas, no me pasa lo que a Nicola Tesla, que pasaba horas eternas cuidando de ellas mientras pensaba en que la Teoría de la Relatividad se la patentaría un Einstein de pacotilla. (Lo cuenta Echenoz en "Relámpagos"). A mí, las palomas, me parecen el resultado de un buen plan de comunicación. ¿Cómo es posible que esos pájaros carroñeros sean el símbolo de la paz? 

Sin embargo, me quedo mirando. Por el oficio de mirar y escuchar. Porque no puedo evitar mirar por la ventana.

Me ha costado veinte disparos captar la imagen. Las palomas, nerviosas, bailaban foxtrot en el andamio.  Un baile rápido de pasitos rápidos. 
Parece que hablan. Escucho. Escucho. Escucho. Y resulta que las palomas también se cuentan historias de amor. Al menos eso deduzco cuando las veo comerse el pico.
Pero yo ya tengo experiencia en saber que la vida no es lo que parece. Y, sin embargo, no puedo dejar de mirar por la ventana.

A veces reconozco que sí, yo también podría ser James Stewart esta noche. 
No puedo dejar de mirar por la ventana. Es mi naturaleza.

viernes, 10 de febrero de 2012

No se le puede pedir más al cielo

El hombre y la mujer se miraron, sonrieron y él la besó.
Se dio cuenta ella de que ese primer beso le concedía permiso, así que mantuvo los labios entreabiertos, la mirada fija en los ojos del otro y acumuló saliva bajo la lengua, como declarándose lista para ese segundo beso que llegaría al instante.  El beso que la haría flotar -de eso estaba segura-como hacen flotar los besos de vez en cuando.

La mujer tenía claro que después de ese segundo beso follarían. Y lo harían tratando de parecerse lo más posible a dos actores de la productora del Penthouse. Era así como follaban siempre. En ese instante previo al segundo beso, ella tuvo tiempo de pensar qué personaje interpretaría esa noche. Dudó entre el de gata agresivamente dulce o el de serpiente pasivamente excitada. Eligió el primero, tras calcular el tiempo que había transcurrido desde la ducha de la mañana. No había lugar a dudas. Tendría que ser ella quien hiciera sexo oral.

Veinte minutos después de que él le diera el segundo beso, el que había dado inicio a los únicos veinte minutos en que se comportarían como si se amaran, llegó el orgasmo. Primero el de ella. Instantes después el de él. Ella siempre conseguía que fuera así. O que lo pareciera.

Cuando recuperaron una respiración acompasada, ella le dio las gracias. "Gracias a ti", dijo él. y de nuevo volvió el silencio. Duró un par de segundos, pero a ella le dio tiempo a preguntarse qué buscaban ambos con aquellos encuentros. Obviando el sexo, el placer, la vanidad de sentirse deseados, el temblor del vientre durante el orgasmo y las drogas compartidas, no se le ocurrió ninguna otra razón para estar juntos.
- ¿Qué le dirías a una ducha?-, preguntó él.
- Que no se puede pedir más-, contestó ella.
Y se sintió como en ese cielo que cantaron los Talking Heads, en el 83.