martes, 28 de febrero de 2012

Marlon Brando también tiene amigos

El caso es que llegas una noche al control de realización y, en lugar de compañeros, aparece en  la mesa de catalogación una cesta llena de cervezas de importación, la fotografía Marlon Brando (cuando lo entrevistó Capote, por supuesto) y un póster de "Planeta prohibido", una de esas pelis de ciencia ficción de los 50 que, si la pones a los colegas, te hará parecer una freakie a ojos de quienes no te tienen cogida la medida.

Resumiré el párrafo anterior en tres palabras: cervezas, hombres y fantasía. 
No me va mal, pienso. La idea es de Ana, pero la secundan Lara, Héctor, Fer y Gloria. Son los que están hoy en control. Y creo que son mis amigos, así que añado la cuarta palabra sagrada de mi vida actual: amigos.

Tengo la ventana abierta. 
Es 29 de febrero y tengo todas las ventanas abiertas. A esta hora de la noche de este mes de invierno no es muy normal respirar el aire de una primavera adelantada. Este año, febrero, como nunca suele, es amable en su meteorología. Me da, sólo para mi, 19 grados al mediodía y diez de madrugada. Sabe que tengo que marcharme de las ventanas que dan al sur. Debe pensar que es mejor que me vaya con el mismo cuerpo con el que entré en esta casa: un cuerpo trece años más joven y un pene trece centímetros más satisfactorio.

Es una pena que tenga que largarme de aquí, porque ahora, justo ahora, a las orquídeas les da por florecer. Se han puesto de acuerdo las cinco a la vez para hacerlo. Pero tendré que irme, No puedo quedarme ni por las flores ni por los recuerdos. Tampoco por el sol que arranca desde el sur. Echaré de menos esta casa.
Me voy de casa, pero ahí afuera hay un hogar. Es tan grande que, como dice la publicidad del metro, tu oficina tiene ochenta metros, pero el mundo mide 51.000 hectáreas. 

Y mis amigos...
mis amigos ocupan el resto de los pueblos no habitados. Esta sensación es algo parecido a la fortuna de vivir. Es como ser Marlon Brando y pasar de Broadway a Hollywood. Y yo me voy de esta casa por mi  y por todos mis compañeros: 

¡COJO CUATRO! 

lunes, 20 de febrero de 2012

Aquí estoy, mirando.
Mirando estoy al cielo.
Miro el cielo.
Nada me distrae.
Es el cielo.
El cielo.
Tengo bigotes y tengo pestañas y hocico.
Y no sé qué pinto en la foto.
Soy mi perfil.
Y soy yo, mi perfil contra el cielo.
Y soy yo, mi perfil  contra el cielo

viernes, 17 de febrero de 2012

De qué hablan las palomas cuando hablan de amor


Últimamente tengo alma de voyer. No soy James Stewart -desde luego no llevo la pierna escayolada- pero no puedo dejar de mirar por la ventana. Esta temporada me daría exactamente igual tener a mi lado al equivalente masculino de Grace Kelly. Incluso cuando viene la mismísima Grace Kelly a verme, no puedo dejar de mirar por la ventana. 

Hubo un tiempo en que la casa que hay frente a la mía estaba habitada. Eso sucedió cuando llegué a Madrid. Las noches de verano, bajo el intenso calor de agosto, me sentaba en el alféizar  con las piernas colgando y una lata de cerveza, y escuchaba las conversaciones que salían por las ventanas. Había un tipo en el tercero que cenaba siempre solo, a la misma hora, con una botella de vino; una pareja que jadeaba en búlgaro, en el cuarto,  y unos cuantos inmigrantes que bailaban salsa las noches de viernes y brindaban en árabe, en el segundo.

Con el tiempo llegué a saber que el maniático de la puntualidad recibía en casa grupos de amigos con los que perdía el sentido del tiempo por vía anal; que la pareja búlgara hablaba así porque a la chica le excitaban los idiomas extranjeros y que los árabes anacrónicos eran agentes de la Nacional infiltrados en un grupo terrorista. 

Recuerdo aquello porque hoy, frente a mi edificio, hay un andamio. Las vistas de Madrid son mejores, claro está. Puedo ver desde el Círculo hasta el reloj de la telefónica, pero los vecinos son de otro estilo hoy en día. Esta mañana, tomando un café, se han instalado, justo encima de donde vivían los búlgaros, un  par  de palomas. A mi, con las palomas, no me pasa lo que a Nicola Tesla, que pasaba horas eternas cuidando de ellas mientras pensaba en que la Teoría de la Relatividad se la patentaría un Einstein de pacotilla. (Lo cuenta Echenoz en "Relámpagos"). A mí, las palomas, me parecen el resultado de un buen plan de comunicación. ¿Cómo es posible que esos pájaros carroñeros sean el símbolo de la paz? 

Sin embargo, me quedo mirando. Por el oficio de mirar y escuchar. Porque no puedo evitar mirar por la ventana.

Me ha costado veinte disparos captar la imagen. Las palomas, nerviosas, bailaban foxtrot en el andamio.  Un baile rápido de pasitos rápidos. 
Parece que hablan. Escucho. Escucho. Escucho. Y resulta que las palomas también se cuentan historias de amor. Al menos eso deduzco cuando las veo comerse el pico.
Pero yo ya tengo experiencia en saber que la vida no es lo que parece. Y, sin embargo, no puedo dejar de mirar por la ventana.

A veces reconozco que sí, yo también podría ser James Stewart esta noche. 
No puedo dejar de mirar por la ventana. Es mi naturaleza.

viernes, 10 de febrero de 2012

No se le puede pedir más al cielo

El hombre y la mujer se miraron, sonrieron y él la besó.
Se dio cuenta ella de que ese primer beso le concedía permiso, así que mantuvo los labios entreabiertos, la mirada fija en los ojos del otro y acumuló saliva bajo la lengua, como declarándose lista para ese segundo beso que llegaría al instante.  El beso que la haría flotar -de eso estaba segura-como hacen flotar los besos de vez en cuando.

La mujer tenía claro que después de ese segundo beso follarían. Y lo harían tratando de parecerse lo más posible a dos actores de la productora del Penthouse. Era así como follaban siempre. En ese instante previo al segundo beso, ella tuvo tiempo de pensar qué personaje interpretaría esa noche. Dudó entre el de gata agresivamente dulce o el de serpiente pasivamente excitada. Eligió el primero, tras calcular el tiempo que había transcurrido desde la ducha de la mañana. No había lugar a dudas. Tendría que ser ella quien hiciera sexo oral.

Veinte minutos después de que él le diera el segundo beso, el que había dado inicio a los únicos veinte minutos en que se comportarían como si se amaran, llegó el orgasmo. Primero el de ella. Instantes después el de él. Ella siempre conseguía que fuera así. O que lo pareciera.

Cuando recuperaron una respiración acompasada, ella le dio las gracias. "Gracias a ti", dijo él. y de nuevo volvió el silencio. Duró un par de segundos, pero a ella le dio tiempo a preguntarse qué buscaban ambos con aquellos encuentros. Obviando el sexo, el placer, la vanidad de sentirse deseados, el temblor del vientre durante el orgasmo y las drogas compartidas, no se le ocurrió ninguna otra razón para estar juntos.
- ¿Qué le dirías a una ducha?-, preguntó él.
- Que no se puede pedir más-, contestó ella.
Y se sintió como en ese cielo que cantaron los Talking Heads, en el 83.





domingo, 5 de febrero de 2012

La vida va en serio

Dice mi amigo Ignacio que los niños no hablan igual de la muerte cuando tienen cinco años que cuando tienen ocho. Que no la imaginan igual.
Dice también que hay un momento en el que los niños se dan cuenta de que la vida va en serio. La paradoja es que lo hacen cuando descubren que es la muerte lo que va en serio.
Lo dice por teléfono, pocos minutos antes de colgar. Anoto la frase. Me doy cuenta de que no fui a clase el día que explicaron que la vida va en serio.
Decía Murakami, en Kafka en la orilla, que los niños precoces nunca maduran. Se convierten en adolescentes eternos. En definitiva, no saben nada de la muerte.

Y no sé a qué carta quedarme.
Puedo subir a la cama y soñar que muero por el amor de un soldado alemán en la Francia ocupada o ponerme el bañador de flores y tirarme al agua de la piscina.

Opto por abrir una lata de cerveza. Mi refresco favorito desde que dejé de beber.

viernes, 3 de febrero de 2012

Street live



Que nadie me llame mañana por la mañana.
Que nadie interrumpa mi sueño.
Y que a nadie se le ocurra proponerme un plan.
Mi plan para mañana es mirar al mar. O mirar el mar, que son cosas diferentes.
Esta personalidad mía del infierno me obliga siempre a mantener diferentes posibilidades abiertas. Es por seguridad. Nunca sé qué elegir.

La fotografía es del 3 de enero. Está tomada en Lanzarote, en Cala Honda. Es la playa que hay junto al aeropuerto. Terminé con antelación mi reportaje y pude haber cambiado mi billete y tomar el primer avión para Madrid.
Pero decidí quedarme. Y con la decisión acertada obtuve tres horas de agua salada en el Atlántico y media docena de cañas canarias.
Llegué al avión con las yemas de los dedos arrugadas, los pies rebozados de arena y el alma de pirata. Olvidé mi libro en el baño que hay junto al embarque. Subí al avión, volé y aterricé. Y durante esas tres horas de vuelo, el verano murió víctima del invierno. No tuve noción del tiempo. Recuerdo vagamente que, mientras miraba a través de la ventanilla, el comandante comentó con orgullo que sobrevolábamos Casablanca.
Se me debió quedar en la cabeza la idea de Casablanca y soñé que tomaba una copa en el Rick´s. Desperté arrojada en la terminal dos, junto al parking express. Pedí un taxi, llegué a casa sin nada que mencionar y descargué esta foto. Y mientras lo hacía sonó en el ordenador un disco de Depeche que había dejado en el reproductor días atrás.
Y una cosa me llevó a la otra, hasta que no pude continuar deshaciendo la maleta y me tumbé junto a la tele a ver Jackie Brown. Cuando sonó Tenessee Stuff, de Johnny Cash, decidí apagar el móvil.
Un mes después, una cosa me lleva a la otra, y hoy deseo que nadie me llame mañana por la mañana.
Me da igual que se hunda el mundo. Hoy estoy segura de que, a estas horas, una mujer que escribe al ritmo de Street Live, de Randy Crawford, sólo puede ser un gato callejero.
Y a los gatos no se les llama por la mañana para hacer planes.

jueves, 2 de febrero de 2012

Ola de frío

Sentados en la sección de literatura española, en la que se ha colado un Sófocles, la pareja parece ajena al frío de la noche.
Sopla viento y el termómetro del taxi marca tres bajo cero en el centro de Madrid. Cosas de cuando Siberia se deja la puerta abierta.
Yo no me he quitado el poncho de lana al entrar en casa y ellos están ahí, tan ricamente, en bañador y sonriendo. O pensando, me digo, que él parece dudar entre besarla y salir corriendo en busca de un abrigo. Ella, de eso estoy segura, espera que la besen. De pensar en un abrigo, ni hablar, se dice. Para presumir hay que sufrir.
El taxista que conducía el coche que marcaba tres bajo cero iba en manga corta. No parecía sentir el frío de la noche, ni se quejaba de haber hecho diez carreras en diez horas de trabajo. Porque la gente no sale de casa con este frío, me contaba feliz.
Y entonces, ¿qué hacemos tú y yo aquí, bajando la Castellana sin parar en los semáforos, a las cinco de la mañana, y felices?
Como yo no le pregunto, él no me contesta. Miro su coleta y escucho su cd. Le gusta el Rock & Roll.
Me gusta el Rock & Roll, le digo cuando me pregunta si me molesta la música.
Ya voy entrando en calor.
El coche puede ir más rápido. Ni la policía patrulla a estas horas, con este frío. El coche acelera. Si lo hace bien pillará el lateral de recoletos sin parar en Colón. Lo hace bien.
Me quito el poncho de lana y relleno el ticket que me han dado en el trabajo. Cuando se lo entrego hemos llegado al portal. Un viaje perfecto, me digo.
Quédate con el resguardo blanco, le digo.
Quédate con el CD, me dice, escribí las canciones para mi novia. Tengo más copias.

Me echo encima el poncho de lana y bajo del taxi. Todavía me queda metro y medio hasta el portal. Esta noche sí que hace frío, me digo.
Y me digo mal, porque, ahora que miro a la pareja que está en bañador en la estantería de literatura española, me doy cuenta de que no hay nada mejor que haber sentido frío para apreciar el calor de volver a casa.
Y me quito primero el poncho, luego la chaqueta y me quedo en camiseta. Y estoy de acuerdo con la mujer de la fotografía: para desear ser besada sólo hay que dejar los hombros al descubierto.