martes, 26 de junio de 2012

Los tiempos que corren



Mi amigo Rafa me dijo el otro día que, ante la incertidumbre laboral que acecha a los guionistas, lo mejor, en mi caso, sería cobrar dinero a los hombres con los que me acuesto.

- Yo estoy dispuesto a hacerlo -aseveró-, pero tengo un problema, o me vuelvo gay o las mujeres no van a pagar un duro por mi cuerpo. Pero el tuyo, querida amiga, por el tuyo habría que pagar.

Él no pagó un céntimo, claro. Hablaba en condicional. Pero cuando llegué a casa me quité la ropa y me puse a mirarme en el espejo mientras bebía una cerveza. Al principio no presté mucha atención a mi cuerpo, pero pronto mi metro setenta y dos, completamende desnudo, empezó a moverse, y mi inconsciente, a calibrar sus posibilidades de éxito en una nueva profesión. 

El pecho está más o menos en su lugar, la cintura describe una curva razonable y aún no tengo demasiada barriga, a pesar de mi tendencia al consumo indiscriminado de zumo de cebada. Tal vez no pueda cambiar sexo por dinero -pensé-, pero, desde luego, me puedo permitir otra cerveza.

Con la segunda lata mis piernas se afinaron. El efecto óptico aumentó cuando dejé solo encendida la luz indirecta del baño. Durante la ingestión de la tercera Mahou me dí cuenta de que mi trasero había hecho un pacto con el diablo a mis espaldas. Literalmente. Parecía redondo como una manzana recién cogida y, aunque la escasa razón que me quedaba insistía en que despuntaban los primeros síntomas de la edad, ese anticelulítico milagroso que había visto anunciado podría combatirlos. Problema aplazado.

En la cuarta cerveza ya tenía claro que la propuesta de Rafa no era tan mala. El razonamiento era lógico; a mi me gustaba el sexo y lo hacía bien. La experiencia es un grado, me dije. ¿Qué mal había en ganar un poco de dinero extra con algo que llevaba años practicando?

El agotamiento me asaltó en la quinta cerveza, justo cuando me cortaba las uñas de los pies. Me puse una tirita en el dedo, alcancé la cama cojeando y soñé que era la propietaria de un bar de carretera en el que los jueves tocaba Bonnie Tyler.


A la mañana siguiente el despertador sonó al mismo tiempo que el dolor de cabeza. Lo normal en estos casos es disolver un espidifén en café doble para espabilarme y sentarme en internet. Un periódico, dos periódicos, tres periódicos. Mil periódicos. Repasé la actualidad informativa del mes. Nada nuevo: Europa al rescate de un pais; ese pais huyendo del rescate; un político venido a más hundiendo otro banco; un juez supremo que no cree que sea malo viajar a Marbella en horario laboral; la secretaria de un deportista real, convencida de que es lo mismo tener una cuenta en Suiza que en Zaragoza. Yo soy de Zaragoza y, como no quería terminar declarando en la Audiencia Nacional, llamé a mi banco y cerré las cuentas corrientes. Cuando llegué a la noticia de que la policía de Barcelona había decidido aplicar mano dura a los clientes de las prostitutas para ayudar a las prostitutas, me volví a la cama con una bolsa de hielo en la cabeza.

En ese momento llamó mi novio. Estaba confundida. Había llegado de viaje y quería verme. Al parecer había conseguido cobrar el diez por ciento de las las facturas que le debían desde hace un par de años y quería celebrarlo. Presa del pánico, le dije que no, que era mejor que no nos viéramos. Y que, pensándolo bien, lo prudente era que no nos vieran juntos en una larga temporada. Y que sobre lo de ir el finde a Barcelona, ni hablar. Que si tanto me deseaba, lo mejor era que pusiera una bandera roja en su balcón. Yo contactaría con él. Le di una contraseña:  Garganta Profunda. Y un precio: mil por cita.

Convencida de que tenía razón en lo que nos quedaba por llegar,  llamé a Rafa.
Descolgó una voz de joven efebo que me dijo que estaba en la ducha.
Vi claramente que él era más valiente que yo en los tiempos que corren y que había decidido cambiar de profesión. 

Respecto a mi novio, no he vuelto a hablar con él, pero estoy segura de que jamás volveré a pasar hambre.


miércoles, 20 de junio de 2012

Los gatos, a veces, también se colocan. No lo hacen a propósito. Lo hacen porque les viene a mano. A ver quien, en sus cabales, rechaza una Weiss Damm dorada e intensa.

Da igual que seas humano que gato. Una cerveza siempre es una cerveza.

Me pregunto si el gato valora el amargo sabor de la cebada tanto como yo. Creo que no. Su curiosidad, si hubiera que trasladarla al mundo de lo real, sería mi adicción. Y un adicto es lo mismo que un curioso: no puede dejar de mirar.

Y es verdad que hay veces que no puedes dejar de mirar al gato. Por curiosidad o por adicción, observas cada movimiento de su cuello.  El te mira, tú le esquivas; él ronronea, tú te colocas las bolas chinas; él caza una polilla y tú abres una lata de atún; él caza y tú pescas.
No puedes dormir. Él tampoco. Y en esa comunión antagónica, sientes que le quieres. Y él, a cambio,  no siente nada. Olisquea la cerveza, humedece con el hocico el borde de la botella y se pira al patio a buscar más polillas que comer. El gato te deja completamente sola.
Es verdad que luego, cuando te desplomas en la cama, vuelve. Recorre el perfil de tu cuerpo, araña las sábanas y toma la medida de tus rodillas hasta acoplarse en algún recodo de tu cuerpo.  Y piensas que igual él está abusando de ti. Pero no importa. Sabes que son cosas de gatos.

martes, 19 de junio de 2012

Nervios

Hoy no voy a publicar nada.
Me largo a leer.
Aún no sé en qué recipiente horizontal lo haré.
Pero pienso leer hasta perder el control.

Eso me calma.

Si todo fuera normal, yo estaría en la Voyager I


Si todo fuera normal sería hora de encender las noticias de la uno. Tengo adicción a los informativos, pero hoy sé que la prima de riesgo se ha disparado "máis una" -como dicen en Brasil-; que el supremo se pudre lentamente como una manzana vieja que viajara de Madrid a Marbella en un carro tirado por bueyes en pleno agosto; y que el retrato de Jane Austen, ese que le hicieron con 13 años, es auténtico.
Si todo fuera normal, estaría cocinando para alimentarme, aunque últimamente me parece un rito secundario.  Es verdad que mi nevera hoy parece la de un soltero pero no es solo eso.
Si todo fuera normal, como viene siendo habitual en mi vida, no estaría subiendo un post a plena luz del día, ni escuchando elefantes que sueñan con la música, ni siquiera sacando hielos del congelador para comprobar que el hielo, fuera de su elemento, se derrite, como todos hacemos, sobre todo dentro de una cerveza caliente.

Si todo fuera normal hoy, esos serían experimentos que dejaría para la noche, cuando la bolsa, los mercados y los descubridores de mitos duermen en mi hemisferio norte, y  cuando la ausencia de luz me permite convertirme en sombra y el obstinado silencio de esta calle, escucharme.
El gato no andaría durmiendo en los pliegues del edredón del armario que he dejado abierto. El vecino del tercero, que tiene alzheimer, no trataría de coger con un gancho el paño de cocina que ha caído en mi patio. Yo no subiría a su piso a devolvérselo si fuera de noche, aún a riesgo de perderme la aventura tipo Indiana Jones en la que he luchado contra su memoria y su gancho, adherido a su mano como el muñón del Capitán Garfio.
Hoy no es un día normal. Mis dispositivos usb no funcionan, mi identidad de yahoo ha sido usurpada por vendedores de Avon, me dicen, y el sol no brilla tanto como podría esperar.
El gato ha salido del armario y cierro las puerta. Le pongo comida extra y agua fresca con hielo, que sé se derretirá en un par de horas. Termino de hacer la cama que empecé a construir a las doce del mediodía y decido no hacer equipaje para mi viaje (dios, si me empiezo a parecer a gloria fuertes, avísenme).
Nunca subo fotos que no haya tomado mi cámara, pero hoy nada funciona como suele, así que elijo una foto que Nona tomó la noche que tuve la divertida desfachatez de leer relatos ante los amigos. Es la única imagen que me permite contar que hoy, aunque casi nadie se haya dado cuenta, la Voyager I está a punto de cruzar  la última frontera del Sistema Solar.
Hoy, treinta y cinco años después, decido subirme a la nave para comprobar que, a mi vuelta, La tierra permace. Y que el hielo se derrite. Siempre se derrite, si pones el cubito en los labios adecuados.

Los mercados no me permiten comer merluza, pero he encontrado una lata de sardinas maravillosa.

lunes, 11 de junio de 2012

Cruzar en rojo

Tomar fotos a medianoche en Buenos Aires sin flash produce imágenes desenfocadas. Y eso desconcierta. Al peatón le puede surgir la duda de si esos hombrecillos rojos van a cruzar o no
De madrugada, en Madrid, los semáforos que me salto para llegar pronto a casa, pasan del verde al rojo sin que que se me ocurra pisar el pedal del freno. Cuando llevas una televisión de tubo de 50 pulgadas en el maletero no puedes pisar el freno. Hice un curso de conducción segura y sé que es mejor saltarse un semáforo que soportar la inercia de un objeto de cincuenta kilos a ochenta por hora sobre la nuca. 

Yo, como Marylin, no tengo intención de suicidarme. Tampoco Janis Yolin quiso largarse tan pronto. Que se les fuera la mano para dormir o para evadirse es otro asunto: cosas de tener poca paciencia. 

Así que nadie juzgue imprudente pasar las luces rojas en sexta si  lo que sueñas al volante es llegar a casa y darte una ducha caliente mientras escuchas Trópico Utópico. No es el instinto suicida el que te impulsa a pisar el acelerador. Se trata más bien de la conservación de tu especie. 

Necesitas un libro, necesitas dos libros, necesitas tres libros. Necesitas cerrar la puerta a tu espalda y echar la llave para que nadie entre; saludar al gato, hacer un reguero de ropa en el suelo según te la quitas, abrir la llave del agua caliente y darle jabón al alma; hidratar la piel, cepillarte los dientes y estropear tu aliento fresco con una cerveza; tender la ropa, fumar un poco y considerar absurda la reciente higiene dental; salir al patio y dejar que el pelo se seque soplado por este viento impropio de junio.
Y sentarte aquí, con los dedos sobre las teclas, a la espera de que sean capaces de hacer algo más  que conducir deprisa hacia el futuro. 

No es noche hoy de recuerdos. 
Es hora apostar en el hipódromo con Bukowsky y de dormir abrazada a Archer. 

Son noches de esas noches en las que hay que arriesgarse a cruzar la vida sin mirar.


jueves, 7 de junio de 2012

Si yo fuera Venus

Si tienes el don de cocinar, tienes el don de hacer tortillas de patata. La cebolla bien pochada, la patata, caliente, y las caderas rígidas al batir el huevo.
Dios te da un látigo, como se lo dio a Capote para escribir, y con ese don a ti sólo se te ocurre hacer tortillas de patata.
Son buenas las tortillas, pero no sabes si merece la pena hacerlas. Quién coño va a leer tus tortillas
A saber lo que se te pasa por la cabeza en este momento. No te veo la cara, pero tienes pinta de echar de menos a Bradbury.
Bates el huevo como si batieras huevos en Marte.  Con esa cadencia propia de la semigravedad. Y sin embargo,  que se sepa, no hay gallinas en Marte.
Tampoco hay gente en Venus, ese planeta vanidoso que se ha paseado estos días por delante del sol.
Si tú fueras Venus, harías un ejercicio de exhibicionismo propio de un planeta hermoso. Dejarías el plato sobre la encimera, te retirarías el pelo del hombro derecho y le mirarías directamente a los ojos.
Le echas tanto de menos, amor, que la sartén en la que cocinas saldrá volando para buscarle.
Vaya manera de conjurar tus pesadillas.















ssi yo fuera Venus