A la mujer de la fotografía le gustan los gatos, pero lo
justo. No es de esas que adopta gatos si los gatos le inspiran ternura. Ella
tiene la ternura a la altura de las rodillas. Y los gatos saltan por encima de
las rodillas cien veces de cien, así que no le convienen. Es cierto que la
mujer sonríe porque hay dos gatos frente a ella que han dejado de lamerse los
genitales al sentirse observados, pero no es eso lo que curva su boca en
dirección contraria a la gravedad terrestre. Los gatos se preguntan qué es.
- ¿No es por nosotros, verdad?
- Ni lo sueñes, esa mujer no sonríe por gatos. No es su
estilo.
- Ya, pero me gustaría conocer a una mujer que sonriera por
mi.
- Olvídalo, las mujeres ya no ríen por los gatos. Ni
siquiera lloran.
- ¿Y tú que sabes?
- Sé lo que tú necesitas saber.
Los gatos se dan la espalda, displicentes, rabo contra rabo.
Al cabo de poco, eso también les molesta. El gato joven corrige la cadera
izquierda y se aleja unos centímetros.
- Mira- murmura el viejo- de lo único que te tienes que
preocupar es de contentarla en lo mínimo. Sólo nos mantiene con ella un hilo de
piedad. A los dos nos abandonaron, ella lo sabe, y de ahí viene su piedad.
- A mi no me abandonaron, chaval. Tu historia no es la mía.
Y el gato más joven se aleja aún más y se coloca casi a los
pies de la mujer.
- La piedad tiene un tiempo – continúa el viejo, sin prestar
atención a los movimientos del joven.- El tiempo que transcurrirá hasta que
ella sienta piedad de sí misma. Porque ese momento llega. El tiempo, siempre el
tiempo. Se mirará un día al espejo, se verá un día, y olvídate de las comidas y
el agua fresca. Ella dejará de comer y nosotros con ella. Ella dejará de dormir
y nosotros con ella. Nos han jodido. Y nos han jodido bien los dos tipos que
nos abandonaron. Menudos cabrones. Lo llevo viendo venir un tiempo.
- Vete a la mierda. A mi no me abandonaron.
- Lo que quieras, pero sé de lo que me hablo.
- ¿Te das cuenta? Siempre mira al fondo. Espera algo y no
somos ni tú ni yo.
El gato joven, que a punto estaba de lamer los pies de la
mujer, se da cuenta de que la mujer retira sus pies. Algo no marcha, se dice, y lo corrobora al escuchar el gemido de placer de la mujer al echar a correr.
Un gemido lleno de erres. Las típicas erres del ronroneo. El gato joven no tarda ni un
segundo en salir en busca de la sonrisa de la mujer, calzada ahora en seda
blanca y zapatos de tacón blancos.
- ¿Ves como a mi no me abandonaron?- maúlla eufórico al
pasar junto al gato viejo.
- Ya tío, pero tenía que intentarlo.